lunes, 26 de marzo de 2012

Participación Capítulo Provincial Carmelitas Misioneras

El Consejo Provincial, de las Carmelitas Misioneras, nos ha invitado a participar en su Capítulo Provincial que tendrá lugar entre el 9 y el 17 de abril de 2012. 

"En esos días compartimos, dialogamos y evaluamos el camino y la misión que, junto con vosotros, vamos realizando. Sentimos la convicción de que es importante realizar nuestra tarea común como un verdadero proyecto de “misión compartida”, trabajando y ofreciendo nuestro servicio, siguiendo el modelo que tenemos en Jesús de Nazaret y en el P. Palau, nuestro Fundador. Por eso, como ya se ha vivido en otras ocasiones, queremos contar con vuestra presencia y con vuestra palabra, que sin duda nos iluminará y enriquecerá a la hora de mirar el futuro".
 El día que han marcado para nuestra participación como laicos es el jueves, 12 de abril. Nos representaran Paco Ruiz del CMS de Valladolid y Maria Vieria del CMS de Beja en Portugal, queremos agradacerles su disponibilidad.

Como ya sabéis estamos trabajando haciendo una sintesís que recoja el sentir de todos los grupos del CMS de España y Portugal, en cuanto la tengamos os la haremos llegar. Muchas gracias por vuestras aportaciones.

CMS BADALONA

domingo, 25 de marzo de 2012

La Anunciación del Señor

Este año, la anunciación del Señor se traslada al lunes 26 de marzo, al coincidir el día 25 con el quinto domingo de Cuaresma.
Los judíos celebraban cada Pascua el aniversario de la creación, de la alianza de Dios con Abrahán, de la salida de Egipto… y también esperaban en ese día la futura manifestación del mesías. Los Padres de la Iglesia creían que el día de la muerte de Jesús fue un 25 de marzo. Como coincidió con la Pascua judía, ese día recordaban también el aniversario de la creación, de las grandes intervenciones de Dios en la historia de la salvación y de la encarnación del Señor. De esta manera, ponían en relación la obra creadora de Dios y la redención.
Los primeros testimonios sobre una fiesta de la anunciación son del año 550, en Constantinopla. Los obispos de la España visigoda, para que no cayera en Cuaresma, la fijaron el 18 de diciembre en el concilio X de Toledo (año 656). En el rito Ambrosiano se introdujo el cuarto domingo de Adviento. El 25 de marzo se instituyó obligatoriamente en Roma a partir del 660.
Desde la recuperación de la solemnidad de santa María, Madre de Dios (el 1 de enero), la Anunciación ha perdido algo de su importancia, pero en la liturgia bizantina conserva su esplendor, ya que es una de las doce grandes fiestas. Se cantan oraciones de gran riqueza teológica, entre las que destaca el Akathistos, que recoge poéticamente sus contenidos dogmáticos. María es aclamada con títulos tomados de la historia de la salvación: «Salve, por ti resplandece la dicha; / Salve, por ti se eclipsa la pena. / Salve, levantas a Adán, el caído; / Salve, rescatas el llanto de Eva […] Salve, Virgen y Esposa» (Oda 1).
Por su parte, la liturgia latina insiste en la confesión de la fe católica sobre la encarnación, que se realizó en vistas de la redención y del surgimiento de la Iglesia. La primera lectura recuerda la promesa de Isaías: «La virgen está en cinta y da a luz un hijo» (Is 7,14). El evangelio recoge su cumplimiento en la anunciación (Lc 1,26-38). La segunda lectura (Heb 10,4-10) desvela la actitud del Hijo al entrar en el mundo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Cita el salmo 40 [39], que también se usa como salmo responsorial). Así, se relacionan el sí de Jesús y el sí de María, como recuerda Benedicto XVI: «El “Aquí estoy” del Hijo y el “Aquí estoy” de la Madre se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios» (Homilía, 25-03-2006). Por eso, en este día celebramos, al mismo tiempo, una fiesta cristológica y mariana, porque celebra un misterio central de Cristo (su encarnación) y la actitud esencial de María (su fe y su acogida a la Palabra de Dios).

Esta solemnidad confiesa que Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo, no proviene de la carne, sino de Dios (cf. Jn 1,13). Es decir, no es el fruto de la unión de un hombre con una mujer, no es el resultado del esfuerzo de los hombres, sino un regalo de Dios. La Anunciación, además de ofrecer una reflexión sobre Cristo y María, también invita a pensar en los fundamentos de la eclesiología. De hecho, la Iglesia «reconoce que ha tenido su origen en la encarnación de tu Unigénito» (oración sobre las ofrendas). Tenemos que pensar que la Iglesia es la prolongación de la salvación de Cristo a lo largo de los siglos, la actualización de la encarnación en la historia.
El misterio de la Anunciación ha impregnado durante siglos la vida de los católicos gracias al rezo del Ángelus, que marcaba la jornada con el sonido de la campana por la mañana, a mediodía y al atardecer, y suponía el inicio y el final de las actividades laborales, así como la pausa para la comida. La Anunciación es uno de los motivos más frecuentes del arte cristiano. En Oriente es muy común encontrarla en la puerta real del iconostasio. Igualmente, es muy popular el icono de la Platytera o Virgen del Signo, que representa a María de pie con los brazos abiertos, y al niño Jesús, en su seno, dentro de un círculo dorado. María en la Anunciación es patrona de los tejedores, y se la suele representar junto a una rueca en los iconos orientales y en las pinturas medievales. A partir del renacimiento se la pinta normalmente en un reclinatorio con una Biblia en la mano. Por su parte, el Ángel Gabriel es patrono de los carteros, pues se le considera el cartero divino. De hecho, en algunas representaciones se le sitúa junto a María, con una carta en la mano.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

domingo, 18 de marzo de 2012

19 de marzo. San José

El próximo lunes, si Dios quiere, celebraremos la fiesta de san José, del que santa Teresa de Jesús era tan devota.



Dos aspectos hacen que san José sea importante en la historia de la salvación: su descendencia davídica (que él transmite a Jesús) y su condición de justo.

Respecto al primer punto, recordemos que José pertenece a la estirpe de David (cf. Mt 1,20). En cuanto que Jesús es legalmente el «hijo de José» (Lc 4,22), puede reclamar para sí el título mesiánico de «hijo de David» (cf. Mt 22,41-46), dando cumplimiento en su persona a las promesas hechas a su antepasado: «Mantendré el linaje salido de ti y consolidaré tu reino» (2Sam 7,12ss). Benedicto XVI afirma que, «a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como “hijo de David”» (Ángelus, 18-12-2005). José es el anillo que une a Jesús con la historia de Israel, desde Abrahán en adelante, según la genealogía de Mateo (1,1-16), y con las esperanzas de toda la humanidad, desde Adán, según la genealogía de Lucas (3,23-38).

Respecto al segundo punto, cuando la Escritura llama «justo» a José quiere decir, ante todo, que es un hombre de fe, que ha acogido en su vida la Palabra de Dios y su proyecto sobre él. Como Abrahán, ha renunciado a sus seguridades y se ha puesto en camino sin saber adónde iba, fiándose de Dios. De esta manera, vive las verdaderas actitudes cristianas: la fe inquebrantable en la bondad de Dios, la acogida solícita de su Palabra y la obediencia incondicional a su voluntad. Por eso, dice el Papa, «en él se anuncia el hombre nuevo que mira con fe y fortaleza al futuro, no sigue su propio proyecto sino que se confía a la infinita misericordia de Aquel que cumple las profecías y abre el tiempo de la salvación» (Ángelus, 19-12-2010).

Por último, en un tiempo en el que predominan los ruidos y solo llama la atención lo extraordinario, es importante recordar que san José es un hombre de silencio y de trabajo sencillo y humilde. Vivió su existencia consagrado a su trabajo y al servicio de su familia, en la fe y en la esperanza. Los carmelitas descalzos rezamos cada día: «En el fiel desempeño del oficio de carpintero, san José brilla como admirable ejemplo de trabajo. –Oh, Dios, que has encomendado la ley del trabajo a todos los hombres, concédenos que siguiendo el ejemplo de san José y bajo su protección, realicemos las obras que nos encomiendas y consigamos los premios que nos prometes, por Jesucristo, nuestro Señor».

Por cierto, el día de san José se celebra en España el día del seminario. No dejes de ver este video.

http://www.youtube.com/watch?v=k1pY_IugQfY&feature=youtu.be


Para terminar, os propongo como lectura un himno precioso del breviario:


Porque fue varón justo lo amó el Señor

y dio el ciento por uno su labor.

El alba mensajera

del sol de alegre brillo

conoce ese martillo

que suena en la madera.

La mano carpintera

madruga a su quehacer

y hay gracia antes que sol en el taller.

Cabeza de tu casa,

del que el Señor se fía,

por la carpintería

la gloria entera pasa.

Tu mano se acompasa

con Dios en la labor

y alargas tú la mano del Señor.

Humilde magisterio

bajo el que Dios aprende:

¡que diga, si lo entiende,

quien sepa de misterio!.

Si Dios en cautiverio

se queda en aprendiz,

¡aprende aquí la casa de David!

Sencillo, sin historia,

de espalda a los laureles,

escalas los niveles

más altos de la gloria.

¡Qué asombro, hacer memoria

y hallarte en tu ascensión,

tu hogar, tu oficio y Dios como razón!

Y pues que el mundo entero

te mira y se pregunta,

di tú como se junta

ser santo y carpintero,

la gloria y el madero,

la gracia y el afán,

tener propicio a Dios y escaso el pan.

Porque fue varón justo lo amó el Señor

y dio el ciento por uno su labor.

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

Muere el Padre Camilo Maccise


El viernes 16 de marzo de 2012 falleció el P. Camilo Maccise, que fue general de los carmelitas descalzos de 1991 a 2003 y presidente de la unión general de superiores mayores, entre otras cosas. Le tocaron vivir tiempos difíciles y sufrió una verdadera persecución durante su gobierno, con numerosas denuncias anónimas ante la Santa Sede, muchas absurdas. Aunque oficialmente eran anónimas, provenían de un grupo eclesial bien conocido, al que por entonces se daba mucho crédito en el Vaticano, por lo que muchos admitían que eran verdaderas, sin darle posibilidad de defenderse. El P. Camilo lo vivió con paz e incluso con buen humor. Hoy todas esas cosas han pasado. Los que le conocimos solo podemos dar gracias a Dios por todas las cosas buenas que recibimos por medio de este hermano, que siempre buscó servirle con sinceridad.
En el video registrado pocos días antes de su muerte podéis verle y escuchar cómo enfrentó este trance final en la fe y en la esperanza. En sus últimos momentos pudo decir, con su santa madre: "Muero al fin hijo de la Iglesia". El Señor, en su misericordia, le conceda el perdón de sus faltas y la vida eterna. Amén.

Tenéis el video en esta dirección:

viernes, 9 de marzo de 2012

Domingo III de Cuaresma. Jesús purifica el templo de Jerusalén


 

Hay edificios que sirven para identificar un país (las pirámides, la estatua de la libertad, la torre Eiffel, la gran muralla, el Taj Mahal, etc.). Para los israelitas, el templo de Jerusalén también era un signo de identidad, pero era mucho más que eso, ya que estaban convencidos de que era la verdadera morada de Dios, construido a imagen de su santuario del cielo, por lo que era considerado el verdadero centro del universo, el «ombligo del mundo», como recuerdan muchos textos antiguos: «Como el ombligo está puesto en el centro del cuerpo humano, así Israel es el centro del mundo, Jerusalén es el corazón de Israel, el santuario es el ombligo de Jerusalén, el lugar sagrado es el centro del santuario y su suelo es la piedra angular, porque sobre él fue fundado el universo».

El templo en la vida de Israel. Para los judíos, el templo era el símbolo de la unicidad de Dios (porque hay un solo Dios, hay también un solo templo, elegido por Él mismo como morada de su gloria). También testimoniaba la unidad del pueblo elegido (a partir de los doce años, todos los judíos tenían que pagar un impuesto al templo, independientemente de dónde vivieran, ya que solo allí se ofrecían los sacrificios por el pueblo, por todo el pueblo). Por último, era signo de identidad para Israel y de distinción frente a los extranjeros (que no podían entrar en él, bajo pena de muerte).

Los israelitas amaban el templo y peregrinaban a él siempre que podían, especialmente con ocasión de las grandes fiestas. Se conservan varios «salmos de ascensión», que se cantaban precisamente durante las peregrinaciones. El más famoso empieza así: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 122 [121],1). Jesús también amó el templo y san Juan cita un salmo que habla de eso, precisamente para explicar la purificación del templo que Él realiza: «El celo de tu casa me devora» (Sal 69 [68],10; Jn 2,17).

El templo que conoció Jesús (levantado por Herodes) constaba de una gran explanada a cielo abierto, rodeada de pórticos y edificios administrativos (llamado «atrio de los gentiles»). Dentro se encontraba el edificio de culto propiamente dicho, con tres amplios atrios sucesivos: el de las mujeres, el de los varones y el de los sacerdotes, antes del lugar «santo», separado por una cortina del lugar «santísimo» o sancta sanctorum. En el interior se celebraba el culto, en el exterior se desarrollaba la vida social relacionada con la religión: enseñanza de los rabinos, adquisición de los animales para los sacrificios, cambio de las monedas ordinarias por las de curso en el templo... con un férreo control para que no se produjeran abusos.

Todo el mundo podía acceder a la explanada exterior (por eso era llamada atrio de los gentiles), pero al edificio solo podían entrar los de raza judía. En las puertas había carteles escritos en hebreo, griego y latín con la advertencia del peligro que se corría si no se respetaba la norma. (La detención de san Pablo, que lo terminó llevando encadenado a Roma, partió de la acusación de que había introducido incircuncisos en el templo, cf. Hch 21,27ss).

La mujeres judías solo podían acceder al primer recinto, pero no cuando estaban enfermas o cuando tenían el periodo (el contacto con la sangre las hacía «impuras»), ni cuando estaban embarazadas, hasta cuarenta días después de haber dado a luz, ni cuando moría alguien en su familia durante otros cuarenta días (ya que tenían que lavar el cadáver y eso también las hacía «impuras»). Los varones judíos podían acceder al segundo recinto, pero no los enfermos, los cojos, los ciegos o lisiados. Los sacerdotes podían entrar al tercer recinto, donde se «purificaban» lavándose y cambiándose de ropa antes de acceder al lugar santo para realizar su ministerio. Al lugar santísimo solo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año, el día del Yom Kipur (o de la gran expiación). Allí donde se encontraran, los judíos tenían la obligación de rezar tres veces al día mirando hacia el templo de Jerusalén (costumbre que conservan hasta el presente).

Jesús y el templo. Porque es el corazón de la religión judía y porque lo ama, Jesús acude al templo en distintas ocasiones, y enseña y realiza prodigios en sus atrios (Mt 21,14; Mc 14,49; Jn 18,20). Al mismo tiempo, se enfrenta a esta institución y a su significado. Tenemos el relato de la expulsión de los mercaderes en los cuatro Evangelios (en los sinópticos, al final; en Juan, al principio), con explícita referencia a la decisión tomada a partir de entonces, por las autoridades judías, de dar muerte a Jesús. De hecho, la acusación que se esgrime contra Jesús ante Caifás es que quería destruir el templo (Mt 26,61; Mc 14,58) y en la cruz se burlan de Jesús por el mismo motivo (Mt 27,40; Mc 15,29). Los Evangelios recuerdan una profecía de Jesús que hace referencia a la destrucción del templo (Mt 24,2; Mc 13,2; Lc 21,6; 19,44; cf. Jn 2,19). Los sinópticos anuncian que en la muerte de Jesús se rasgó el velo del templo (Mc 15,38 y par). El primer mártir cristiano fue acusado de anunciar que Jesús destruiría el templo (Hch 6,14). Por último, en la nueva Jerusalén no habrá templo (Ap 21,22). Como vemos, la asociación de Jesús con el templo y su destrucción está presente en todo el Nuevo Testamento.

Con toda claridad, Jesús se presentó como alguien «más grande que el templo» (Mt 12,6). El relato sobre la purificación del templo continúa con el anuncio de Jesús de que en tres días volverá a levantar el templo destruido. Juan dice al respecto: «Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,21-22).

La maldición de la higuera estéril. Antes de purificar el templo, Jesús maldice una higuera que no tiene fruto «porque no era tiempo de higos» (Mc 11,13). Esta especificación es importante. El gesto de Jesús podría parecer caprichoso, si no se lee en su contexto: es un gesto profético en relación con la purificación del templo, como los que realizaban los profetas. Por eso las narraciones de la higuera y del templo se mezclan.

En el Antiguo Testamento, Israel ha sido comparado muchas veces con un árbol, una higuera, una vid. Jesús mismo comparó a Israel con una higuera que pertenece a Dios. Durante varios años la cavó y abonó esperando que diera frutos (cf. Mt 13,6-8), «pero no encontró más que hojas» (Mc 11,13). Le ha dado muchas oportunidades, con infinita paciencia, pero este es el momento definitivo y ya no se puede prolongar la espera.

Al maldecir la higuera estéril en el contexto de la purificación del templo, se indica que el culto que en aquel se ofrecía era únicamente hojarasca inútil, porque no producía frutos de conversión. De hecho, la purificación del templo se coloca al interior de la narración de la maldición de la higuera: El árbol estéril es maldecido (Mc 11,12-14), el templo es purificado (Mc 11,15-19), los discípulos comprueban que la higuera se ha secado (Mc 11,20-21). Así se explica que con el templo sucede como con la higuera: se acerca su fin, porque no da fruto.

La purificación del templo. Para alcanzar la comunión con Dios, en el templo se realizaban sacrificios de animales, que eran ofrecidos sobre el altar, en parte allí quemados y en parte comidos por los oferentes (los que se quemaban totalmente como ofrenda a Dios eran llamados «holocaustos»). Los puestos en la explanada del templo ofrecían a los peregrinos el material para los sacrificios, ya que no podían caminar desde lugares lejanos con el animal de la ofrenda a cuestas. Además, estos animales debían cumplir con ciertas condiciones para ser admitidos: ser machos, de un año, sin defecto corporal… Los lugares de los cambistas servían para el pago de tributos y ofrendas, porque en el templo no se admitían monedas extranjeras, consideradas impuras, ya que llevaban imágenes de los dioses locales. Solo se admitían las propias, que no se usaban fuera de allí.

Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc 11,15). Tirando por el suelo las ofrendas, acaba con una manera de relacionarse con Dios. La justificación que Jesús da es que la casa de Dios ha de ser «casa de oración para todos los pueblos, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones» (Mc 11,17). En realidad, está uniendo dos textos distintos del Antiguo Testamento. Por un lado cita a Jeremías, que denuncia el culto separado de la vida y exige que el culto se corresponda con una existencia íntegra, afirmando: «No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo: “Es el templo del Señor” […] ¿De modo que robáis, matáis, adulteráis, juráis en falso, quemáis incienso a Baal, seguís a dioses extranjeros y desconocidos, y después entráis a presentaros ante mí en este templo, que lleva mi nombre, y os decís: “Estamos salvos”, para seguir cometiendo esas abominaciones? ¿Creéis que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? Atención, que yo lo he visto». (Jer 7,1-15)

Jeremías no llama ladrones (o mejor, bandidos) a los que venden, sino a los que acuden al templo a comerciar con Dios. Le ofrecen cosas sin comprometer la vida, esperando ser escuchados solo porque han ofrecido sus dones. Pero el profeta dice que Dios no quiere nuestras cosas, sino nuestros corazones. Citando este texto, Jesús explica que, al purificar el templo, no está corrigiendo los abusos de los vendedores, sino impidiendo el sistema cultual de Israel. No se enfrenta con un grupo de comerciantes, sino con una manera de relacionarse con Dios, al que le ofrecemos cosas para que Él nos dé lo que pedimos.

Por otro lado, Jesús cita a Isaías, que anuncia que, en los tiempos mesiánicos, Dios también aceptará el culto de los extranjeros y de las personas con defectos físicos, que hasta entonces no podían entrar en el templo, por ser considerados impuros: «El extranjero que se ha unido al Señor, no diga: “El Señor me excluirá de su pueblo”. No diga el eunuco: “Soy un árbol seco”. Porque esto dice el Señor: A los eunucos que guardan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad, […] a los extranjeros que se han unido al Señor, […] los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar; porque mi casa es casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,3-7).

Estas citas del Antiguo Testamento, que usa Jesús, ayudan a entender el gesto de la purificación del templo. La ofrenda de sacrificios animales sirvió hasta entonces, porque era imagen del verdadero sacrificio del verdadero cordero; pero, una vez que este se manifiesta, aquellos ya no sirven. Dios ya no se encuentra en un lugar, sino en la persona de Jesús, que es el verdadero templo.

En la narración de san Juan (2,13-22), se cita un salmo que habla de los sufrimientos del justo a causa de su fidelidad a Dios: «Soy un extraño para mis hermanos, porque me devora el celo de tu casa» (Sal 69 [68],9-10). Pero, especialmente, se indica el cumplimiento de un oráculo de Zacarías, que anunció que, cuando se instaure el reino de Dios, no habrá distinción entre sagrado y profano, ya que todo estará consagrado al Señor, hasta las ollas de cocinar y los cascabeles de los caballos que se usan en los desplazamientos (Zac 14,20-21). La purificación del templo indica que ha llegado el tiempo en que el culto no será solo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4,23), en el que todos pueden participar. Santa Teresa de Jesús, sin conocer estos textos, decía a sus monjas que Dios está lo mismo en el templo, durante la oración, que en la habitación de una enferma, cuando se la atiende, que en la cocina, cuando se preparan los alimentos: «Hijas mías, no tengáis desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándonos en lo interior y exterior».

Lo que ahora prefigura Jesús con este gesto profético, se realizará plenamente con la destrucción del verdadero templo, que es su cuerpo. Es significativo que, en el momento de su muerte, «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mt 27,51). San Pablo dice que el templo del Señor hoy ya no es un edificio de piedra, sino los mismos creyentes (1Cor 3,16-17; 6,19), a los que san Pedro llama «piedras vivas» (1Pe 2,4). En esta línea lo entendieron las autoridades judías, que se dieron cuenta de que Jesús no estaba simplemente atacando unos abusos, sino destruyendo todo su sistema cultual y religioso. Por eso, decidieron eliminarlo.


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

domingo, 4 de marzo de 2012

Domingo II de Cuaresma: La transfiguración


Al inicio de su camino hacia la cruz, el Padre manifiesta que Jesús es su «Hijo amado» y por un momento revela su gloria en la carne mortal de Cristo. Se manifiesta así su verdadera identidad, que ya se adivina en sus milagros y que los demonios han intuido, pero que los discípulos no terminan de descubrir. De ella dan testimonio Moisés y Elías (la Ley y los profetas), que lo anunciaron y ante el que se retiran, para dar paso al evangelio. De hecho, cuando Jesús levanta del suelo a sus asustados discípulos, «ya no vieron a nadie más que a Jesús, solo» (Mt 17,8).

El mesías sufriente. El evangelista Marcos afirma desde el principio que el contenido de su evangelio es Jesús mismo, el mesías, el Hijo de Dios (Mc 1,1). Toda la primera parte de su obra culmina en la confesión de Pedro: «Tú eres el mesías». La segunda culmina con la confesión del centurión romano, en el momento de la muerte del Señor: «Este era Hijo de Dios». El Bautismo, narrado al inicio del evangelio (1,9-11), es la introducción y la clave de lectura de la primera parte: indica que el que hace maravillas es el que antes se metió en la fila de los pecadores y aceptó ser el siervo que carga con los pecados. Por su parte, la transfiguración, narrada al inicio de la segunda parte (9,2ss), es la introducción y la clave de lectura del viaje de Jesús a Jerusalén: nos hace comprender que el que camina hacia la cruz, abandonado e incomprendido, es el Hijo que el Padre quiere que escuchemos, que manifiesta su gloria en la debilidad. Los paralelismos hacen ver la relación entre los dos acontecimientos, ya que son la cara y la cruz de la misma moneda.

A la confesión de Pedro («Tú eres el mesías»), sigue el primer anuncio de la pasión («Jesús empezó a enseñarles que tenía que padecer mucho»). A continuación Jesús inicia el viaje definitivo hacia Jerusalén. Las palabras de Jesús explican que su mesianismo no lo caracteriza el poder, sino el servicio; no la gloria humana, sino la humillación. Pedro no lo entiende, porque le parece imposible que el mesías deba sufrir y se lo hace saber a Jesús. Al igual que sus contemporáneos, esperaba un mesías fuerte y poderoso. Pero Jesús insiste en que debe subir a Jerusalén y morir. La transfiguración tiene lugar al inicio de este viaje, que será el último de Jesús.

En san Marcos, en san Mateo y en san Lucas encontramos que la confesión de Pedro, las explicaciones de Jesús sobre el verdadero significado de su mesianismo y la transfiguración están íntimamente unidos y enlazados entre sí. Los dos primeros dicen que la transfiguración sucedió «seis días después» (Mt 17,1; Mc 9,2), mientras que el tercero la sitúa: «unos ocho días después» (Lc 9,28). Poniendo estos acontecimientos en relación, nos indican que la transfiguración es, también, explicación del mesianismo de Jesús: en Él se juntan, de manera misteriosa, la pasión y la gloria.

La montaña, la nube y la voz. El evangelio afirma que la transfiguración tiene lugar en una «montaña alta» (Mc 9,2; Mt 17,1). De esta manera, la pone en relación con dos importantes acontecimientos bíblicos, que también sucedieron en lo alto de una montaña: la Alianza que Dios estableció con Israel en la cima del Sinaí, en tiempos de Moisés, y la revelación de que hay un solo Dios verdadero, que Él realizó en la cima del Carmelo, en tiempos de Elías. De hecho, ambos están presentes en el Tabor, para dar testimonio de Cristo, que lleva a cumplimiento lo que ellos iniciaron. Más tarde, la muerte de Jesús y su ascensión al cielo también sucederán en dos montes: el Calvario y el de los olivos.

La subida al monte hace referencia al esfuerzo de los que siguen a Jesús. La mayoría se quedó en el valle. San Jerónimo destaca que solo los que subieron al monte vieron a Jesús transfigurado. Así, los cristianos deben caminar con Cristo para contemplarle: «Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se transfigura. “Y los llevó a ellos solos, aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos”. Incluso hoy en día está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús y son las turbas que no pueden subir al monte –al monte suben tan solo los discípulos, las turbas se quedan abajo–; si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los brutos animales, este no puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para este Jesús se transfigura al instante y sus vestidos se hacen blanquísimos».

La nube simboliza la presencia de Dios. Durante el Éxodo, en el desierto, Dios se hacía presente por medio de una nube que guiaba al pueblo y, cuando montaban el campamento, «descendía» sobre la tienda del encuentro, «cubriéndola» con su sombra (Ex 24,15-18). Isaías la identifica con el Espíritu Santo (Is 63,14). Esa misma nube es la que «descendió» sobre María y la «cubrió» con su sombra para fecundarla (Lc 1,35) y ahora «desciende» sobre Jesús y le «cubre» (Mc 9,7), para indicar que Dios se hace presente, llevando a cumplimiento todas sus anteriores intervenciones salvíficas. Es significativo el uso de los mismos verbos en los tres textos. Esto encuentra una clarificación en la afirmación de san Juan: «La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14). La palabra usada en griego es eskenosen, que hace referencia a la presencia de Dios entre los hombres por medio de su gloria (la sekiná), que antiguamente se hizo presente en la tienda del encuentro (cf. Ex 26,1) y ahora en Jesús.

Como ya había sucedido en el bautismo, en la transfiguración Jesús ora para someterse a la voluntad del Padre, que coincide con la obediencia y el sufrimiento del mesías. Como respuesta, llegaron del cielo los signos de su complacencia: la luz que transfiguró a Cristo y la voz que lo proclamó «Hijo amado», añadiendo la invitación a escucharle, porque es el Profeta definitivo.

Los testigos y la conversación. Pedro, Santiago y Juan son los discípulos presentes en la transfiguración (testigos del poder de Jesús). Son los mismos que se encontrarán también en Getsemaní, en la noche en que Jesús fue entregado (testigos de su debilidad). Así podrán dar testimonio de la gloria del siervo. El miedo que expresan es el temor sagrado de quienes descubren la identidad de Jesús, que es al mismo tiempo mesías y siervo. En la transfiguración, vieron la gloria de Dios en la debilidad de Jesús; la divinidad en su humanidad; su salvación en el camino de la cruz.

Pedro quiere hacer unas tiendas o cabañas para Jesús, Moisés y Elías. Esto pone el acontecimiento en relación con la fiesta judía de las tiendas o de las cabañas (llamada Sukkot en hebreo), que recuerda el Éxodo, el camino de Israel por el desierto hacia la tierra prometida. La fiesta consiste hasta el presente en hacer cabañas como morada temporal. El profeta Zacarías dice que, en tiempos del mesías, todos los pueblos subirán a Jerusalén a celebrar la fiesta de las cabañas (Zac 14,16-19). Por eso, los judíos identificaban esa fiesta con el futuro triunfo del mesías y con el establecimiento del reino de Dios. En este contexto, cuando Jesús inicia su viaje definitivo a Jerusalén, en el que se revelará claramente su identidad y se realizará la misión para la que vino al mundo, Moisés y Elías hablan con Jesús de su «éxodo, que iba a consumarse en Jerusalén».

La presencia de Moisés y Elías tiene gran importancia. El primero se encuentra en los orígenes del judaísmo y el segundo era esperado al final de los tiempos, para preparar la llegada del mesías. Representan «la Ley y los profetas» (expresión común en la Sagrada Escritura para referirse a toda la Biblia) y dan un testimonio concorde: que Jesús cumple las esperanzas de Israel, que es el profeta último y definitivo, que anuncia la Palabra de Dios. O mejor, como dice san Juan de la Cruz, que es la única palabra que Dios tiene, por medio del cual nos habla.

San Lucas señala que Jesús, Moisés y Elías «hablaban de su muerte (la palabra usada en griego es éxodos), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). En su diálogo con el Padre, con la Ley y los profetas, se confirma lo que hemos visto en el bautismo: Jesús es el siervo de YHWH, que debe pasar por la cruz para llegar a la gloria. La Biblia (Moisés y los profetas) testimonia que su muerte es un éxodo, un paso de este mundo al Padre. Una vez más, asume la misión para la que ha venido al mundo y acepta la voluntad del Padre. Así, muestra que la verdadera oración consiste en unir nuestra voluntad a la de Dios. Por eso, la transfiguración en el Tabor está íntimamente unida con la agonía en Getsemaní.

Anticipo de la resurrección y de la gloria futura. Siguiendo a los santos Padres, la liturgia ve en la transfiguración un anticipo de la resurrección de Jesús: «Cristo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección» (Prefacio del domingo II de Cuaresma ). Podemos decir que en el rostro de Jesús brilla la luz divina que Él tenía en su interior y que resplandecerá plenamente el día de la resurrección. Si la transfiguración de Cristo es anticipo de la resurrección de su cuerpo mortal, también revela nuestro destino final, ya que es anuncio de la futura glorificación de nuestros cuerpos individuales y de su cuerpo místico, que es la Iglesia. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación. Los vestidos de Jesús transfigurado «se volvieron blancos como la luz». Los vestidos de los redimidos también serán blancos (Ap 7,9.13) porque «han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del Cordero» (Ap 7,14).

P. Eduardo Sanz de Miguel, oc.d.