viernes, 24 de febrero de 2012

Retiro de Cristo en el desierto y tentaciones

Después del bautismo, Jesús, «empujado» por el Espíritu (cf. Mt 4,1), se retiró al desierto durante cuarenta días.

El lugar. El desierto es, ante todo, lugar de silencio y de soledad, que nos permite alejarnos de las ocupaciones cotidianas para encontrarnos con Dios. Por eso, Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. No podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral. Hoy se usa la imagen del desierto para hablar de la pobreza, del hambre, del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. A todas esas realidades ha descendido Jesús. Allí se hace presente.


El tiempo. El retiro de Jesús en el desierto duró 40 días. ¿Tiene algún significado ese periodo de tiempo? Debemos recordar que la Biblia hace un uso abundante del simbolismo de los números, que los antiguos lectores entendían bien, aunque en nuestros días pueda parecer extraño. El número 40, que aparece aquí, lo podemos encontrar en más de cien textos, pero pocas veces con un significado matemático.


Recordemos que, en la antigüedad, morían muchos niños y los adultos vivían unos 40 años. Los que superaban esa edad eran una minoría. Por eso, 40 años era el símbolo de una generación, de una vida, de un tiempo suficientemente largo para realizar algo importante. Moisés, por ejemplo, murió a los 120 años (Dt 34,7). San Esteban divide su vida en tres etapas de 40 cada una: el tiempo que pasó en Egipto, adorando a los dioses falsos, el tiempo que pasó en el desierto, purificándose, y el tiempo que vivió al servicio de Dios y de su pueblo (Hch 7,20-40). Es como si hubiera vivido tres «vidas». Isaac se casó a los 40 años (Gen 25,20) y también Esaú (Gen 26,34). Israel caminó por el desierto durante 40 años, guiado por Moisés (Dt 29,4). David reinó 40 años (1Re 2,11). Y Job, después de sus desgracias, vivió 40 años de bendición (Job 42,16).


Igual que 40 años significan una vida, 40 días significan un tiempo suficientemente largo para que se realice algo importante. Así, el diluvio duró «40 días y 40 noches» (Gen 7,12). Moisés pasó 40 días en oración antes de recibir las tablas de la Ley (Ex 24,18). 40 días tardaron sus enviados en explorar la Tierra Prometida (Num 13,25). Elías anduvo 40 días antes de encontrarse con Dios (1Re 19,8). Jonás anunció la destrucción de Nínive a los 40 días (Jon 3,4). Jesús fue presentado en el templo a los 40 días de su nacimiento (Lc 2,22), como mandaba la Ley (Lev 12). Después del bautismo, pasó 40 días en ayuno y oración (Mt 4,2) y, después de la resurrección, se apareció también durante 40 días (Hch 1,3). Así pues, los 40 días de Jesús en el desierto significan el tiempo necesario para prepararse a su misión.


Las tentaciones. El mismo Espíritu que consagró a Jesús, «lo empujó al desierto, para que fuera tentado por el diablo» (Mt 4,1). Si el evangelista afirma que Jesús fue al desierto empujado por el Espíritu, quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su misión; es decir, con nuestra salvación. Así se manifiesta el significado último de la kénosis, del vaciamiento de Cristo, que «se despojó de la forma de Dios y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6-7). Cristo sufrió las tentaciones para que se cumpliera lo que dice la carta a los Hebreos: «Ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15). Por eso puede comprendernos y tener compasión de nosotros.


En último término, las tentaciones de Jesús coinciden con las de cada hombre, desde el principio: usar de Dios en provecho propio, pedirle pruebas, no fiarse de Él, usar del poder de este mundo para imponer los propios criterios, decidir por sí mismo, independientemente de lo que Dios disponga… Adán en el paraíso sucumbió, desobedeciendo a Dios. Lo mismo le sucedió a Israel en el desierto. Cristo venció sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17).


Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abrió el camino del desierto al Paraíso. Lo subraya san Marcos, cuando dice que, después de vencer las tentaciones, Jesús «estaba entre fieras salvajes, y los ángeles le servían» (Mc 1,13). Así se cumple lo que anunció el profeta para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito» (Is 11,6). Con la victoria sobre el pecado, se restablece la armonía del Paraíso, en la que todos estamos invitados a participar. Al respecto, san Agustín afirma que todos estamos llamados a compartir la victoria de nuestra cabeza: «En Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación […] de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo».


Notemos que el demonio propone sus tentaciones con citas de la Escritura sacadas de su contexto. También en nuestros días se puede usar la Biblia para hacerla decir lo contrario de lo que dice. No son pocas las personas que la traicionan de este modo. Se consideran modernas, porque la privan del contexto interpretativo en el que encuentra su sentido (que es la comunidad creyente, la Iglesia) y la convierten en piedra de escándalo y de tropiezo para los que tienen una fe sencilla. Jesús respondió con una interpretación «tradicional» de la Escritura, viendo en ella la manifestación de la voluntad de Dios, que Él está dispuesto a obedecer hasta el final, sin ponerlo a la prueba. Este es un aspecto que en nuestros días adquiere una especial importancia.


La obediencia del siervo. Al tener lugar después del bautismo, en el que Jesús fue ungido mesías, las tentaciones iluminan la manera concreta de entender su mesianismo y su disposición a obedecer al proyecto de Dios sobre Él. Satanás le presenta otros modelos distintos del que ha recibido de Dios, tal como se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio humilde y la obediencia hasta la muerte. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana; Satanás le propuso seguir el camino del éxito. Le sugiere que un mesías triunfante encontraría acogida en la gente, que fácilmente se dejaría guiar por Él. Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentará en otros momentos de su vida (Lc 4,13), principalmente en la cruz (Mt 27,40-43).


Pero Jesús la supera no usando a Dios para su provecho, sino sometiéndose a los planes de Dios. Se abandona confiadamente en las manos del Padre; a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando Jesús dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad de Dios (manifestada en su palabra, en la Escritura) sobre sus propias necesidades o proyectos (incluida la satisfacción de las necesidades primordiales). Un salmo lo había expresado así: «Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62 [63],4). Jesús lo confirmó con sus elecciones. Y yo, ¿estoy convencido, como Él, de la absoluta prioridad de Dios en mi vida cotidiana? Él se abandonó en las manos del Padre, aceptando ser su siervo. Por eso, varias veces dirá que no ha venido a hacer su propia voluntad, sino la del Padre, que lo ha enviado. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21).


Así expone el Catecismo el significado de las tentaciones y de sus consecuencias para nosotros: «Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto […] Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina […] Cristo ha vencido al Tentador en beneficio nuestro: “Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15)». nn. 538-540.


Ahí va la música de un clásico para este día: No podemos caminar con hambre bajo el sol... Por el desierto el pueblo va...
http://www.youtube.com/watch?v=xWRgQFc9mI4&feature=related

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

jueves, 23 de febrero de 2012

EL MIÉRCOLES DE CENIZA

La imposición de las cenizas proviene del gesto que hacían en los primeros siglos los que estaban obligados a la «penitencia pública», imitando una práctica frecuente en el Antiguo Testamento: Los que habían cometido pecados graves eran apartados de la comunión eclesial durante un tiempo, en el que tenían que hacer penitencia con la cabeza cubierta de cenizas. La congregación para el culto divino recuerda que el rito está muy arraigado en el pueblo cristiano y lo explica así: «[La] ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal» (Directorio 125).

En camino hacia la Patria. No es por casualidad que la fórmula de imposición de las cenizas se tomara del libro del Génesis, en donde se narra la expulsión del Paraíso, después del pecado: «Eres polvo y al polvo volverás. Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén» (Gn 3,19ss). Durante la Eucaristía, los pecadores tenían que permanecer en el atrio del templo, expulsados de la Iglesia (verdadero Paraíso) y privados del Cuerpo de Cristo (fruto del verdadero árbol de la vida). Se sentían como si hubieran vuelto a la situación anterior a su bautismo. Cuando eran reconciliados regresaban al hogar, a la compañía de los Santos, anticipo e imagen de la Jerusalén celestial. También los catecúmenos debían abandonar el templo después de la liturgia de la Palabra, con la esperanza de poder permanecer dentro cuando recibieran el bautismo. Catecúmenos y pecadores públicos se sentían excluidos del Paraíso y de la tierra de promisión, que es la Iglesia. A medida que avanzaba la Cuaresma, crecían sus deseos de que llegara la Pascua, para incorporarse plenamente a la comunidad.

Con estos ritos expresaban que la vida es un camino, no exento de peligros, pero con una meta clara. A diferencia de los que no saben adónde se dirigen, se consideraban peregrinos, deseosos de llegar a su destino, que es la patria verdadera, «el descanso definitivo reservado al pueblo de Dios» (Heb 4,9). La Carta a Diogneto, citando a san Pablo, afirma que los cristianos no podemos identificarnos totalmente con el lugar donde nacimos, porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20): «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres […] Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña […] Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo».

El actual himno de laudes (versión española), tomado de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, cumbre de la poesía española del s. XV, recuerda que la vida mortal es un camino hacia la eterna: «Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar». Aquélla no es camino, sino ciudad permanente. Pero añade que hay que tener cuidado, porque hay peligros en el recorrido que pueden desviarnos. Para no perderse, propone seguir los pasos de Cristo, que ya nos ha precedido y nos espera en la meta. Benedicto XVI también la presenta como un camino de seguimiento de Cristo y de identificación con Él: «La Cuaresma es un camino, es acompañar a Jesús que sube a Jerusalén […] Recuerda que la vida cristiana es un “camino” por recorrer, que no consiste tanto en una ley que debemos observar, sino en la persona misma de Cristo, a quien hemos de encontrar, acoger y seguir» (Audiencia general, 09-03-2011).

Recuerdo de nuestra fragilidad. A partir del s. IX empezó a abandonarse la penitencia pública sacramental, que fue sustituida por la confesión como hoy la conocemos. La imposición de las cenizas se generalizó en el s. XI con un significado nuevo: el de la fragilidad de la vida, por lo que se convirtió en una invitación a estar preparados para cuando llegue la muerte. El himno del Oficio de Lectura (versión española), recoge las estrofas más estremecedoras de la misma poesía que en laudes, que subrayan la brevedad de nuestra existencia. Empieza así: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, /cómo se viene la muerte / tan callando». El Papa recuerda que las cenizas siguen evocando «la precariedad de la condición humana» (Homilía, 21-02-2007).

Desde el s. XII, la ceniza proviene de la quema de los ramos y palmas que se usaron el Domingo de Ramos del año anterior para aclamar a Cristo como rey. Los ramos convertidos en ceniza denuncian que hasta nuestros mejores deseos se quedan muchas veces solo en palabras, en propósitos que no se materializan, en polvo y ceniza.

El ministro impone la ceniza mientras dice: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19), o bien: «Conviértete y cree en el Evangelio» (Mc 1,15). El Pontífice afirma que «ambas fórmulas recuerdan la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores que siempre necesitamos penitencia y conversión» (Audiencia general, 06-02-2008). Este rito subraya, al mismo tiempo, la fragilidad del hombre y la confianza que Dios tiene en él, dándole una nueva oportunidad. San Clemente afirma que, en todas las épocas, Dios ha concedido una oportunidad de conversión, un tiempo de penitencia. Sucedió en tiempos de Noé y en tiempos de Jonás, de ello hablaron los profetas y los evangelistas. De tan variados testimonios hemos de aprovecharnos en este tiempo de gracia: «Emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos dones y beneficios de su paz» (Oficio de lectura del Miércoles de Ceniza). Así pues, la Cuaresma es un «camino» (o una «carrera», en palabras de san Clemente, que evoca 2Tim 4,7) que comienza con la imposición de la ceniza y termina con la renovación pascual. Se parte de la aceptación de nuestra fragilidad moral (expuestos al pecado) y física (sujetos a la enfermedad y a la muerte), para llegar a participar en la victoria de Cristo. En palabras de san Pablo, es el paso del hombre carnal al espiritual, de guiarse por los instintos a seguir las mociones del Espíritu Santo. El pecador es desobediente, como el viejo Adán; pero está llamado a vivir en comunión con Dios, como Jesús, nuevo Adán. Ése es el proceso de conversión que caracteriza la Cuaresma.

A todos los que este Miércoles de Ceniza comienzan su camino hacia la Pascua les deseo la paz de Cristo. Que Él les acompañe y les dé los dones necesarios para alcanzar la meta de su caminar. ¿Qué mejor inicio de la Cuaresma que escuchar el Attende Domine? En él decimos: «Escucha, Señor y ten misericordia porque hemos pecado contra ti. A ti, rey soberano, redentor de todos, levantamos nuestros ojos con lágrimas; escucha, Cristo, las plegarias de los que te suplican». Lo tienen en este enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=t7Glyu7tEWU


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


miércoles, 15 de febrero de 2012

DESDE CINTRUÉNIGO

Queridos hermanos del Carmelo Misionero Seglar, Paz y Bien, con dolor y con mucha pena me dieron la noticia de la muerte de Morelia, Dios la tenga en su gloria.
Desde este rincón de Navarra la encomendamos a Dios en nuestras oraciones y digo nuestras porque mis hermanas clarisas y yo nos unimos a todos vosotros con los lazos del Espíritu Santo, y en vuestro dolor y unidos en oración, estamos con todos vosotros.
Recibir un fuerte abrazo y que Dios os bendiga
María Jesús y Hermanas Clarisas.

viernes, 3 de febrero de 2012

Domingo V del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La comunidad primitiva confiesa su fe en «Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38). Cuando quieren presentar un resumen de su vida, dicen que «recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la Buena Noticia del reino, y sanando todas las enfermedades y las dolencias del pueblo» (Mt 4,23; 9,35). Los primeros cristianos estaban convencidos de que la predicación, los milagros y la victoria sobre el mal provienen de la misma fuente: el poder de Dios que actúa en Jesús. A partir del evangelio dominical, hace dos semanas os hablé de la predicación y el domingo pasado de la victoria sobre el mal. Hoy me detendré en los milagros de Jesús.

Los evangelios recogen numerosas narraciones de milagros (curaciones de enfermedades, expulsiones de demonios, resurrecciones…), pero solo aparece la palabra teras (milagro, prodigio) una vez, para descalificarla (Jn 4,48). Lo que nosotros llamamos «milagro» normalmente es llamado dynamis (acto de poder); en el caso de Juan, semeion (signo) y, cuando habla el mismo Jesús, ergon (obra). Se entiende su significado solo desde la fe y a la luz de la palabra. Lo contrario que en los relatos apócrifos, que se detienen en lo maravilloso, separado de la predicación profética.

Las obras de Jesús. En principio, Jesús no está a favor de los milagros, incluso acusa a quienes los buscan (Jn 4,48) y a quienes se quedan en su materialidad, sin comprender su significado (Jn 6,26). Rechaza la tentación de transformar las piedras en pan o de tirarse desde la cornisa del templo (Mt 4,1-11). No concede a los fariseos la señal que piden (Mc 8,11-12) y afirma que su predicación es suficiente señal, como lo fue la de Jonás para los ninivitas (Lc 11,29-32). También suele pedir a los beneficiarios y a los testigos que guarden silencio sobre el acontecimiento. Sus obras poderosas están en función de su misión y de su mensaje. Al margen de su significado religioso no tienen sentido. De hecho, Herodes y los líderes judíos los aceptan, pero no se convierten ante ellos. Durante su juicio, Herodes le pedirá un milagro como entretenimiento (cf. Lc 23,8). Sus enemigos afirmarán que los realiza con el poder del mismo demonio (cf. Mc 3,22). Y Jesús dice de las ciudades Betsaida y Corazaín que han sido testigos de muchos milagros suyos sin que sus vecinos se convirtieran (cf. Mt 11,21). Más tarde, el talmud dirá que Jesús fue ajusticiado porque extraviaba a sus contemporáneos con la magia (lo que significa que aceptaban sus milagros, aunque rechazaban que los hiciera con el poder de Dios). En definitiva, los milagros son, al mismo tiempo, signos reveladores de la identidad de Jesús y miden la fe de los hombres.

Después de ser bautizado y recibir el Espíritu, Jesús vence a Satanás en el desierto. Los milagros son imagen del regreso al paraíso, sello de la nueva creación que ha iniciado, muestran la salvación que se nos da, testimonian la victoria de Dios sobre las raíces de nuestro sufrimiento, que es consecuencia del pecado. Al mismo tiempo confirman la predicación del evangelio, cumplen las promesas de los profetas para los tiempos del mesías, son prueba que autentifica la actividad de Jesús y anticipan el reino escatológico, en el que no habrá llanto ni dolor. Manifiestan la gloria y el poder vivificador de Dios, que actúa en Jesús.

Cuando Juan Bautista se encontraba en la cárcel, mandó unos mensajeros a Jesús para que les confirmara si Él era el mesías de Dios o si se había equivocado al señalarle como tal en el momento del bautismo. Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (Mt 11,4-5). Estos signos debían ser suficiente confirmación para el profeta, que conocía las promesas de Isaías: «Aquel día oirán los sordos las palabras del libro, sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos del ciego, los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se llenarán de júbilo» (Is 29,18-19); «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, entonces saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo» (Is 35,5-6); «Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad» (Is 61,1).

Los signos proféticos. Los profetas de Israel acompañaron su predicación con gestos simbólicos (a veces portentosos): los «ôt», que realizaban anticipadamente lo que anunciaban (cf. 1Re 11,29-39; Jer 19,10-11; etc.). Las «obras» de Jesús están en la línea del actuar profético: son signos que vienen de Dios y muestran que Dios actúa en Él: «Nadie puede hacer las obras que tú haces si Dios no está con Él» (Jn 3,2); «Las obras que yo hago con la fuerza del Padre dan testimonio de mí» (Jn 10,25). Normalmente, los evangelistas acompañan la narración de milagros con las explicaciones correspondientes: Jesús multiplica el pan para enseñarnos que Él es el Pan de la vida, da vista a los ciegos para que comprendamos que Él es la Luz del mundo, resucita a Lázaro para hacernos entender que Él es la Vida... En directa dependencia de las obras de Jesús, se hallan los sacramentos, que son signos compuestos de palabras y acciones, instituidos por Cristo, que cumplen lo que anuncian. El Catecismo reflexiona así sobre los milagros: «Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5,36; 10,25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10,38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5,25-34; 10,52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: estas testimonian que Él es Hijo de Dios (cf. Jn 10,31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11,6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11,47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3,22). Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6,5-15), de la injusticia (cf. Lc 19,8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12,13.14; Jn 18,36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8,34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas» (nn. 548-549).

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

GRACIAS MORELIA


Cuando Dios me llama, nada hay de cuanto se me pone delante que no lo asalte y atropelle. Cta. 54,1 - F. Palau.

EL Carmelo Misionero Seglar de Trigueros coincidiendo con el comienzo de la fiesta de nuestro Santo bendito S. Antonio Abad el pasado día 27 de Enero, viernes a las 7 de la tarde en la Ermita de la Santa Misericordia próxima a la iglesia parroquial de San Antonio Abad de Trigueros, casi detrás del ábside. Se celebró una Eucaristía, en memoria de Morelia Suárez, dando gracias por el don de su Vida, todos los dones que le concedió y de manera especial que haya tenido a bien, vislumbrar una Asociación de Laicos desde el Carisma Carmelitano Palautiana, como es el Carmelo Misionero Seglar.
Gracias Morelia por encender esta llama del CMS para el mundo.
Morelia dejó grabado en nuestro corazón un mensaje que no podremos olvidar y que todavía nos resuenan sus palabras
“Insistan, Resistan, Persistan pero nunca, Desistan.”
CMS Trigueros