domingo, 22 de enero de 2012

Domingo III del Tiempo Ordinario, ciclo B



«Está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

El evangelio de este domingo nos ofrece una primera presentación de la actividad pública de Jesús, que predica la buena noticia de la cercanía de Dios y de su reino, invitando a la conversión. Todos los evangelistas insisten en que Jesús era, ante todo, un predicador. Ésa es su principal actividad y lo que mejor le caracteriza. Su predicación se inicia después del Bautismo y de su estancia en el desierto, cuando anuncia (como Juan antes que Él) la llegada del reino de Dios. El núcleo de las enseñanzas de Jesús es el «reino de Dios», expresión que aparece 122 veces en el Nuevo Testamento, de las cuales 90 en boca de Jesús. Casi todas sus parábolas hablan de ese reino y a Él le acusaron de falso rey, poniendo sobre la cruz un cartel con la escritura: «Jesús nazareno, rey de los judíos».

Es importante empezar recordando que tanto la palabra hebrea malkut como la griega basileía no significan el lugar donde gobierna un rey (el reino de España, por ejemplo), sino el ejercicio de la soberanía por parte del rey. Por lo que «reino de Dios» se puede traducir por «reinado de Dios, señorío de Dios, actuación de Dios». ¿En qué consiste ese señorío de Dios sobre el mundo? El Antiguo Testamento insiste en que Dios es rey y explica que su señorío se manifiesta, principalmente, en la creación y en la historia de la salvación, ya que liberó a Israel de la esclavitud y, en los momentos difíciles, repite la experiencia salvadora del Éxodo. De hecho, su reinado y su salvación coinciden: «El Señor hace pública su salvación, su amor y su fidelidad […] Todos los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios […] que llega para reinar en la tierra. Regirá el orbe con justicia y a los pueblos con rectitud» (Sal 98 [97]). Por eso, la llegada del reino es buena noticia, es evangelio: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia y proclama la salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios!» (Is 52,7).

En tiempos de Jesús, el reino de Dios era interpretado de manera distinta por los varios grupos del judaísmo. A pesar de las diferencias, todos admitían su significado religioso, que implicaba el señorío de Dios sobre Israel y sobre el mundo, la manifestación clara de su voluntad sobre los hombres y el establecimiento de su justicia, que debía premiar a los que se han mantenido fieles y castigar a los que han abandonado su alianza (este último punto se ve muy claro en la predicación de Juan Bautista). Al mismo tiempo, la mayoría coincidía en que el señorío de Dios iría unido al restablecimiento del reino de David, a la reunificación de las doce tribus, a la renovación de la alianza, a la liberación de la opresión romana y al dominio de Israel sobre los otros pueblos. Jesús, con su predicación, explica su comprensión particular del reino, que en parte coincide con las esperanzas de sus contemporáneos y en parte no.

Jesús dice que el reino de Dios «ha llegado ya» (Mt 4,17; Lc 10,9s). Por eso son dichosos los que pueden ver lo que tantos justos del pasado han deseado sin conseguirlo (Lc 10,23s). La predicación de Jesús anuncia el reino e instaura el reino. Por medio suyo, «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,5). Jesús predica el evangelio y es el evangelio. Las parábolas del sembrador, los invitados al banquete de bodas, los viñadores homicidas... descubren la relación entre Jesús y el reino: Él es el sembrador y la semilla es su predicación; Él es el esposo y el banquete se prepara para celebrar su presencia entre nosotros; Él es el Hijo enviado por el dueño de la viña para reclamar los frutos… Todas las parábolas subrayan la íntima relación existente entre el reino y la persona de Jesús.

La palabra de Jesús descubre que entrar en el reino es adherir a su persona; por eso son «dichosos los que sufren por mi causa» (Mt 5,11) y también «dichosos los que no se escandalicen de mí» (Mt 11,6). Esto desconcierta. Unos le siguen entusiasmados y otros deciden acabar con Él. Su originalidad está en que no se limita a comentar las enseñanzas de Moisés, como los sabios y los escribas. Habla en nombre de Dios, como los profetas, pero lo hace con autoridad propia (Mc 1,22) y se atreve a corregir a Moisés: «Se os ha dicho... pero yo os digo» (Mt 5,22). Nos encontramos ante el escándalo de una palabra humana que se presenta como Palabra de Dios; o mejor, como la Palabra de Dios. Por eso, le preguntan: «Tú, ¿con qué autoridad haces eso?» (Mt 21,23-27). Los judíos piden continuamente a Jesús una prueba de que su predicación viene de Dios y no es un invento suyo.

La palabra de Jesús ayuda a comprender el significado de sus acciones y de su misma persona. Lo vemos con claridad en un acontecimiento situado al inicio de su vida pública: Al comentar un texto de Isaías que habla de la llegada del mesías (Is 61), Jesús dice: «Hoy se está cumpliendo esta palabra» (Lc 4,16-30). Sus compatriotas se quedaron asombrados. A pesar de haber vivido tantos años con Él, no se imaginaban que fuera un profeta. Menos aún que en Él se hiciera presente la salvación. Su palabra revela lo que su presencia no había descubierto todavía: con Él se establece el reino de Dios, los tiempos mesiánicos han llegado (cf. Lc 7,22).

En el Padre Nuestro, Jesús enseña a pedir a Dios que venga su reino; es decir, que Él mismo sea nuestro rey, que establezca sus leyes justas y buenas, que realice su proyecto de salvación prometido desde antiguo. Este reino de Dios, que «es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 6,12) ya ha empezado con la manifestación de Cristo en nuestra carne. Por eso, san Pablo dice que «ahora ha aparecido ya la bondad de Dios nuestro salvador y su amor a los hombres […] por Jesucristo nuestro salvador» (Tit 3,4ss). Pero este reino aún es solo una semilla que debe crecer, un poco de levadura en la masa. Solo se mostrará en plenitud al final de los tiempos. Precisamente por esto, debemos vivir ya una vida nueva, conforme a lo que Dios quiere de nosotros, para ir preparando con nuestra vida la plenitud final: «Porque se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres. Ella nos enseña a renunciar a la vida sin religión y a los deseos del mundo, para que vivamos en el tiempo presente con moderación, justicia y religiosidad, aguardando nuestra bienaventurada esperanza: la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tit 2,11ss).

El reinado de Dios coincide con la plena realización del proyecto de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). Cuando se realice, podremos cantar con los redimidos: «Ya reina el Señor, nuestro Dios todopoderoso» (Ap 19,6). Entonces escucharemos de labios de Jesús las palabras más consoladoras que se pueden oír: «Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). «Entonces, en el reino de su Padre, los justos brillarán como el sol» (Mt 13,43). El Catecismo habla detenidamente del tema: «“Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos” (LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra “el germen y el comienzo de este reino” (LG 5) […] Todos los hombres están llamados a entrar en el reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10,5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8,11; 28,19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús […] El reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde» (nn. 541-544).

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

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