viernes, 28 de octubre de 2011

Las celebraciones cristianas en honor de los Santos

La Iglesia celebra siempre el misterio de Cristo, único salvador del mundo ayer, hoy y siempre (cf. Heb 13,8). Las fiestas en honor de los Santos no forman un ciclo litúrgico independiente, ya que en ellos se prolonga y actualiza la Pascua de Cristo en el tiempo. Hasta el punto de que podemos afirmar que manifiestan la eficacia del misterio de Cristo, capaz de transformar en cada generación a hombres «de toda raza lengua pueblo y nación» (Ap 5,9). El Catecismo, citando la Sacrosanctum Concilium, recuerda la indisoluble unidad entre las fiestas de los Santos y el misterio pascual de Cristo: «Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás Santos, proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos» (Catecismo 1173).

Ratzinger manifestó su interés por el tema, publicando varios libros que recogen sus homilías en las fiestas de algunos Santos. También escribió que ellos son «la verdadera apología del cristianismo, la prueba más persuasiva de su verdad» (In cammino verso Gesù Cristo, 32). Después de acceder a la cátedra de Pedro, ha afirmado que su testimonio es la fuerza más convincente del cristianismo: «…más incisiva aún que el arte y la imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, solo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los Santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud habla sin palabras» (Discurso al Consejo Pontificio para la Cultura, 13-11-2010). Los ha presentado como una perenne actualización del Evangelio: «Cuando la Iglesia venera a un Santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad» (Discurso a la Congregación para las causas de los Santos, 19-12-2009); y como los mejores intérpretes de la Biblia: «La interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua […] Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios» (Verbum Domini, 48).

Origen y desarrollo. Normalmente, los libros de liturgia colocan el inicio del culto a los Santos en la veneración antigua hacia los difuntos y, en ambiente cristiano, en la celebración del dies natalis de los mártires (con el sentido de aniversario de su muerte, día de su nacimiento para la vida eterna). Sin embargo, junto con estas realidades, no podemos olvidar que los israelitas, en sus oraciones, hacían memoria de los antepasados justos, a los que consideraban intercesores ante Dios. Lo podemos ver en varios pasajes de la Biblia, como cuando Moisés ora por el pueblo, diciendo: «Acuérdate de Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Ex 32,13). También los jóvenes en el horno de fuego, dicen: «No nos retires tu amor, por Abrahán, tu amigo, por Isaac, tu siervo, por Israel, tu consagrado» (Dn 3,34-35). Y el salmista ora: «Por amor a David, tu siervo, no des la espalda a tu ungido» (Sal 132 [131],10). En polémica con los saduceos, que negaban la resurrección, Jesús mismo citó la Escritura, que pone a los patriarcas por intercesores ante el Altísimo, diciendo: «No es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38). Finalmente, el Apocalipsis habla del culto de los redimidos ante el trono de Dios: los veinticuatro ancianos (imagen de los 12 padres de las tribus de Israel y de los 12 apóstoles) tenían en sus manos «copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los Santos» (Ap 5,8).

La fe cristiana en la vida eterna ha dejado numerosas inscripciones en las catacumbas. Se consideraba a los mártires válidos intercesores ante Cristo, porque habían participado plenamente de su Pascua. Por este motivo, muchos se querían enterrar cerca de sus tumbas. Sin embargo, desde el principio hay clara conciencia de la diferencia entre el culto ofrecido a Cristo y la veneración que se tiene hacia los mártires, como podemos ver en varios textos patrísticos: «Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor» (Martirio de Policarpo 17,3). San Agustín explica que la Iglesia conmemora a los mártires «para animarse a su imitación, participar de sus méritos y ayudarse con sus oraciones, pero nunca dedica altares a los mártires, sino solo en memoria de los mártires […] La ofrenda se ofrece a Dios, que coronó a los mártires» (Oficio de lectura, 11 de diciembre).

Pronto, a la veneración de los mártires se unió la de los confesores, que habían sufrido persecución a causa de la fe, aunque no llegaron a la muerte violenta. Posteriormente, se añadieron las vírgenes, los monjes y los pastores que se distinguieron en vida por su piedad. La devoción a los Santos se desarrolló extraordinariamente en la Edad Media y en el barroco. La última reforma litúrgica ha conservado en el Martirologio el recuerdo de los numerosos Santos que han enriquecido a la Iglesia a lo largo de su historia. Sin embargo, solo propone con carácter universal la celebración de unos pocos representantes de las distintas épocas, lugares geográficos y estados de vida. Los demás han sido reservados para los calendarios particulares de las Iglesias locales y de las familias religiosas.

Teología del culto a los Santos. Benedicto XVI ha recordado en distintas ocasiones la perenne actualidad de los Santos, que son «signo de la novedad radical que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha injertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe. No son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad» (Discurso a la Congregación para las causas de los Santos, 19-12-2009). La Iglesia, al canonizar a algunos de sus miembros después de un complejo proceso de verificación, proclama públicamente que han sido fieles a la gracia de Dios, practicando heroicamente las virtudes. De esta manera, «reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella y sostiene la esperanza de los fieles, proponiendo a los Santos como modelos e intercesores» (Catecismo 828). Por eso, la liturgia los llama «los mejores hijos de la Iglesia» (Prefacio del día de Todos los Santos).

Ante todo, los Santos son modelos de vida para los cristianos porque se han identificado con Cristo, cada uno en su propio estado y condición. Nos recuerdan que todos estamos llamados a vivir en plenitud la vocación bautismal, especialmente mediante la práctica de las bienaventuranzas. Ellos testimonian que el mensaje de Cristo es siempre actual.

Los Santos también son válidos intercesores ante Dios. El Vaticano II reafirmó la fe en la comunión de los Santos, indicando que los que ya están definitivamente unidos a Cristo trabajan para que el resto de la Iglesia alcance la meta prometida: «No cesan de interceder por nosotros ante el Padre […] Su fraterna solicitud ayuda mucho a nuestra debilidad» (LG 49).

Por último, los Santos alimentan la fe en la vida eterna y estimulan la esperanza de alcanzarla. Al reflexionar en su destino, se reaviva nuestra esperanza en la vida eterna.

Solemnidad de Todos los Santos. Desde muy antiguo se tienen noticias de una fiesta en honor de todos los mártires en las Iglesias de Oriente, de donde pasó a Roma. Por influencia de la fiesta, ya arraigada, el Panteón de Roma se trasformó en templo cristiano, en el año 609, cuando el Papa Bonifacio IV lo dedicó a la Virgen María y a todos los mártires. La fiesta en honor de todos los mártires se convirtió pronto en una fiesta en honor de todos los Santos, «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). En tiempos del Papa Gregorio IV (827-844) se fijó su celebración el 1 de noviembre. Así se conmemoraba en una celebración común no solo a aquéllos cuyos nombres venían recogidos en los catálogos o «martirologios», sino también a los que ya han alcanzado la plenitud de la vida, aunque permanezcan desconocidos para la mayoría.

Conmemoración de todos los difuntos. Se celebra al día siguiente , el 2 de noviembre. La cercanía de estas dos celebraciones nos ayuda a comprender el significado de la «comunión de los Santos», ya que el Cuerpo místico de Cristo está compuesto por la Iglesia peregrinante (los que caminamos en la fe), la purgante (los que, ya difuntos, se purifican de sus faltas antes de poder vivir en plenitud la vida de la gloria) y la triunfante (los que ya han alcanzado la vida eterna en el cielo). Los vivos, en comunión con los Santos, intercedemos a Dios por los fieles difuntos. Para celebrar bien esta conmemoración es bueno escuchar lo que dice el Papa: «Cuando visitamos los cementerios, debemos recordar que allí, en las tumbas, descansan solo los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de la resurrección final. Sus almas –como dice la Escritura– ya “están en las manos de Dios” (Sab 3,1). Por lo tanto, el modo más propio y eficaz de honrarlos es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad» (Ángelus, 01-11-2009).


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

ASAMBLEA CMS ESPAÑA Y PORTUGAL

DOMINGO 31 del TIEMPO ORDINARIO, CICLO A


Mateo 23, 1-12

Evangelio Dialogado

Narrador: Entre los judíos, los escribas y fariseos eran quienes enseñaban a la gente cómo tenían que comportarse para cumplir la Ley de Dios. Pero ellos no cumplían lo que decían. Por eso, Jesús, un día que hablaba a la gente y a sus discípulos, les dijo, refiriéndose a los escribas y fariseos:

Jesús: Lo que los escribas y fariseos os digan para ser fieles a la Ley de Dios, hacedlo vosotros, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque no obran de acuerdo con lo que dicen.

Narrador: Además, los escribas y fariseos, querían hacerse siempre los importantes y ocupar los puestos de mayor categoría y que la gente les hiciese reverencias por la calle y les llamasen "maestros", "jefes"...

Por eso, Jesús dijo también a los que les escuchaban:

Jesús: Vosotros nos os dejéis llamar "maestro", pues sólo el Señor es el Maestro. Vosotros todos sois hermanos.

Vosotros no llaméis "padre vuestro" a nadie, porque uno solo es vuestro padre, el Padre del cielo.

Vosotros no os dejéis llamar "jefe", porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.

Narrador: Y Jesús añadió:

Jesús: El más importante entre vosotros que se haga servidor de los demás.



Comenzó a salir con una joven artista.

Esta relación era cada más íntima y el joven estaba considerando la posibilidad de un futuro matrimonio. Pero como era muy precavido contrató a un detective privado para investigar a la joven y asegurarse de que no había ni otros hombres, ni otros hijos, ni ninguna deuda, ni nada oscuro en el armario de su vida.

El detective desconocía esta relación. Sólo le dieron el nombre de la joven a investigar.

Durante meses siguió las andanzas de la joven y, al final de su investigación, entregó el siguiente informe.

Es una joven encantadora, honrada, y muy decente. Sólo hay una cosa que reprocharle.

Últimamente sale con un joven -de muy buena posición social- que es de carácter dudoso y de una reputación más que sospechosa.

Este joven hipócrita recibió la medicina que necesitaba:

mira en tu armario primero y límpialo,

no señales a nadie con el dedo,

fue denunciado por sus malas artes.

Todos los domingos abrimos el Libro, proclamamos la palabra y la rumiamos para hacerla nuestro alimento porque, el Libro y nosotros, la palabra de Dios y nosotros, somos inseparables.

Jesús, en este episodio de su vida, está haciendo de detective privado,

Está investigando las palabras y la conducta de esos fariseos –de buena posición social- y sobre todo de –buena religión-.

Y, hoy, nos da su informe.

Estos fariseos son de reputación más que sospechosa:

Hacen de la religión un negocio.

Manipulan la ley de Moisés para sus propios fines.

No sigáis su ejemplo.

No obran para Dios sino para la galería.

Buscan los mejores sitios.

Buscan honores y títulos.

Todo es fachada, por dentro llenos de esqueletos .

No os conviene el matrimonio con estos hipócritas.

Jesús, el detective privado, está denunciando una religión falsa, vacía, de ritos y costumbres superficiales. Llevan la Biblia en la mano, no en el corazón.

¿Qué es la religión? ¿Qué es el culto verdadero? ¿Qué es el templo? ¿Qué es la alabanza de la vida que no la de los labios? ¿Qué es esta comunidad de _____?

Hermanos y hermanas, el culto, la espiritualidad, es el cordón umbilical que nos religa, que nos une con Dios nuestro Padre. Un cordón umbilical que no se puede cortar porque nos quedamos huérfanos, nos separamos de la fuente de la vida y de la felicidad.

Jesús les está diciendo a los fariseos, a los hipócritas, de ayer y de hoy, vosotros habéis cortado el cordón umbilical que os une a Dios y a los hermanos. Vosotros habéis quedado con lo que no sirve para nada: la ley, las apariencias, los saludos, las palabras, las citas de la Escritura.... Vosotros buscáis seguidores para vuestra causa, no para la causa de Dios.

¿Si Jesús tuviera que hacer un informe de nuestra parroquia qué diría?

¿Nos ve Jesús como a los fariseos de su tiempo? ¿Vacíos, superficiales, sin los frutos del amor, con el cordón umbilical de nuestro Dios cortado?

Todos llevamos dentro un pequeño o gran fariseo, el reto consiste no en disimularlo sino en eliminarlo poco a poco con la gracia de Dios.

El reto consiste en no señalar a nadie con el dedo sino en dirigirlo a uno mismo y pedir, a gritos, la ayuda de Dios.

El reto consiste en vivir religado a Dios y a los hermanos.

Lo que Jesús quiere que aprendamos, hoy, y vivamos es que, en la comunidad de Jesús, todos somos discípulos, todos alumnos, todos aprendices.

Sólo hay un Maestro: Cristo.

Sólo hay un Señor: Cristo.

Sólo hay un Dios, Padre de todos.

Y el más importante entre nosotros no es el que más habla, ni el que mejor predica, ni el que preside, ni el que aparenta... El más importante es el que más sirve a los demás.

Las palabras humanas son necesarias e importantes y, aunque a veces sean hipócritas y no manifiesten nuestra oculta intención, si no están de acuerdo con la única Palabra, la del Señor, nos disminuyen y denuncian.

CMS Trigueros

viernes, 21 de octubre de 2011

DOMUND 2011

"Así os envío yo" (Jn 20,21)

El lema está tomado del Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial de las Misiones. Sus palabras nacen de la afirmación evangélica: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Es expresión de cómo la Iglesia asume la misión que el Padre encomendó a su Hijo al enviarlo al mundo. De la misma manera, Jesús envía a su Iglesia y a cada uno de los bautizados.
Es un envío que implica:

Todos: todos los bautizados y las comunidades cristianas están llamados a vivir la misión salvadora de Dios.

Todo: esta misión está destinada a todo y a todos, especialmente a los que aún no le conocen y a aquellos que se han alejado de la fe.

Siempre: la misión afecta a toda la humanidad y a todas sus dimensiones; no está limitada por tiempo ni por espacio... hasta la plenitud de los tiempos.

La Oración del Misionero

“Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba, como desde dentro de la alegría”

(Santa Teresita del Niño Jesús)

Orar con el

SALMO del MISIONERO

Tú llamas a seguirte y arrancas al hombre de los suyos.

Tú llamas a seguirte y pides vender todo y darlo por nada.

Tú llamas a seguirte y exiges perder la vida, perderla toda.

Tú llamas a seguirte, cargando con la cruz como revolucionario

del amor entre los hombres. Tu llamada es radical.

Tú llamas por el nombre y haces tuyo al hombre para siempre.

Tú llamas porque has amado primero y el amor es comunión.

Tú llamas porque eres bueno, porque tu corazón es fiesta.

Tú llamas y abres al hombre la voluntad del Padre.

Tú llamas y quieres hombres libres que te sigan.

Aquí estoy, Señor, quiero seguirte con mi corazón roto.

Aquí estoy, Señor del alba, quiero cambiar haciendo seguimiento.

Aquí estoy, Señor Jesús, da ritmo a mi proceso.

Aquí estoy, Señor, porque me has llamado, gracias.

SEMBRADOR DE NOGALES

Un día caminaba por el campo, cuando vi a un hombre bastante anciano, que estaba cavando un pozo. Intrigado, me acerqué a él para preguntarle qué estaba haciendo. "A mí siempre me gustaron las nueces", me contestó. "Hoy llegaron a mis manos las nueces más exquisitas que probé en mi vida, así que decidí plantar una de ellas". Me entristecí al pensar que ese pobre hombre, a tan avanzada edad, jamás llegaría a probar una de esas nueces. "Disculpe, amigo", le dije. "Para que un nogal dé frutos deben pasar muchísimos años, y dada su edad, es muy probable que cuando este arbolito de sus primeras nueces, usted ya haya muerto hace mucho. ¿No ha pensado que tal vez sería más provechoso para usted sembrar tomates, o melones o sandías, que le darán frutos que usted sí podrá saborear?". El hombre me miró un instante en silencio, durante el cual, no supe si sentirme muy sagaz por mi observación o muy estúpido. Tras unos segundos que me parecieron horas, finalmente me contestó: "Toda mi vida me deleité saboreando nueces, cosechadas de árboles cuyos sembradores probablemente jamás llegaron a probar. Cuando de nueces se trata, no le corresponde a quien siembra el ver los frutos. Por eso, como yo pude comer nueces gracias a personas generosas que pensaron en mí al plantarlas, yo también planto hoy mi nogal, sin preocuparme de si veré o no sus frutos. Sé que estas nueces no serán para mí, pero tal vez tus hijos o mis nietos las saborearán algún día." Y entonces me sentí muy pequeñito y egoísta por pensar sólo en mí. Desde ese día, me dediqué a plantar nogales.

Así es la labor del misionero. Nosotros sembramos, pero no nos corresponde ver los frutos. Claro, si sembramos sandías o tomates, obviamente pronto veremos los frutos, pero si nuestra siembra es profunda y sincera, estaremos sembrando nueces. No esperemos ver los resultados de nuestra labor misionera, porque si así lo hacemos, es probable que nos frustremos al no verlos. Si nuestro accionar es verdadero y está fundado en Cristo, quedará dentro de los corazones de la gente, y cuando Dios quiera, lo hará brotar y convertirse en frutos abundantes.

No hay que desanimarse si en algún momento parece que es inútil lo que estamos haciendo porque parece que alguien no nos escucha, o no le importa lo que hacemos, o no acuden a las celebraciones la cantidad de gente que esperaríamos. Que sea suficiente el saber que estamos dando lo mejor de nosotros, haciendo nuestro mejor esfuerzo. No nos corresponde a nosotros ver los frutos de la misión. Nosotros tan solo sembramos. Otros regarán, y será Dios, a su tiempo, quien cosechará.

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sábado, 15 de octubre de 2011




INTRODUCCIÓN A LA ORACIÓN DE LOS SALMOS

La palabra “oración” suena mucho hoy en día en nuestro mundo. Unos para atacarla, otros para reclamarla. A pesar de la crisis de los valores humanos y religiosos, la mutación cultural que vivimos ha despertado algo que podríamos llamar hambre de experiencia interior, hambre de oración, búsqueda de interioridad, algo que la experiencia de la droga y del placer no puede satisfacer. Muchos jóvenes, en su búsqueda, van a Taizé, donde oran con los hermanos y viven la experiencia de la oración, que los plenifica. Otros jóvenes buscan el silencio y el retiro de los monasterios para realizar esa experiencia.

Desde nuestra experiencia , queremos ofrecer el método de oración de los salmos. Pensamos que el hombre y la mujer de hoy en día pueden beber en la fuente de los salmos la fuerza y el consuelo que necesitan Lo que deseamos es que el lector o la lectora de los salmos busque la experiencia oracional que experimentaron los salmistas. Al comentar el salmo, queremos indicar el camino, que a nuestro parecer, conduce a esa experiencia. Pero hay que decir claro que no basta leer el salmo según la letra del Antiguo Testamento. Un salmo no es un documento arqueológico, y será salmo en la medida en que despliega toda su fuerza vital, oracional, en la medida en el Espíritu lo reza de nuevo en nosotros y desde nosotros, en la medida en que lo vivamos en las nuevas circunstancias de cada día.

Sabemos bien que la oración ha sido sembrada en nuestro corazón el día de nuestro bautismo. Somos capaces de decir: “Abba” a Dios (Rm. 8, l5-l6). Pero nuestro corazón duerme, y es necesario despertarlo para que la oración sea auténtica. Para ello en los salmos tenemos un medio extraordinario. Los salmos interpelan el corazón, y hacen que la semilla de la oración crezca, se desarrolle y dé fruto abundante.

CMS Trigueros



SANTA TERESA DE JESÚS

jueves, 13 de octubre de 2011

SANTA TERESA DE JESÚS ESCRITORA

Como preparación para la fiesta de santa Teresa, me gustaría compartir con mis amigos unas reflexiones sobre lo que significa que esta mujer es escritora y doctora de la Iglesia. Respecto a lo primero, el lector puede intentar recordar cuántos nombres de mujeres escritoras anteriores al s. XIX recuerda. Cuando se dé cuenta del escaso número que consigue identificar, podrá comprender la singularidad de Teresa, de la que se conservan (cosa única también entre los escritores varones de su época) miles de folios autógrafos. Respecto a lo segundo, quiero recordar que fue la primera mujer de la historia distinguida con este título en 1970, después de un larguísimo proceso, prolongado durante siglos, al que hasta entonces se había respondido siempre negativamente con la objeción: Obstat sexus («Lo impide el sexo»). Tras su declaración, sólo dos mujeres más han recibido la misma distinción (santa Catalina de Siena y santa Teresa de Lisieux), lo que subraya una vez más su originalidad.
Sus escritos son un fiel reflejo de su persona y el mejor camino que tenemos para conocerla. De hecho, al enviar el manuscrito de la Vida al P. García de Toledo, le asegura: «Aquí le entrego mi alma» y cuando pide informaciones sobre el manuscrito a Dª Luisa de la Cerda, escribe: «Puesto que la entregué mi alma, no deje de cumplir con mi encargo». Sin embargo, hoy no podemos seguir manteniendo el prejuicio –tan repetido en tiempos pasados– de que Teresa escribe como habla, de manera espontánea, sin esforzarse en la redacción de sus obras. Es cierto que no utiliza muchos artificios retóricos y que en ocasiones tampoco usa borradores ni tiene tiempo para repasar lo que ha escrito. Pero también es verdad que algunos de sus símbolos son muy elaborados y reescribe completamente varios de sus tratados. Además, las importantes lagunas sobre temas conflictivos (los juicios inquisitoriales o la ascendencia de su familia paterna, por ejemplo) y sus repetidas justificaciones y excusas por atreverse a escribir, a pesar de ser mujer, indican que las cosas no son tan sencillas como pueden parecer a primera vista.
Teresa no escribe sólo para sí misma, sino para ser leída por otros: en primer lugar, por sus confesores y consejeros; a continuación, por sus monjas, por sus amistades y por un círculo amplio de desconocidos destinatarios a los que ella quiere llegar. Por eso, al contar su experiencia oracional, tiene mucho cuidado de lo que quiere decir y también de lo que no puede decir. En sus libros, es tan importante lo que cuenta como lo que se calla. En parte, sus numerosas cartas completan estas lagunas. A pesar de todo, a veces nos encontramos con temas que no desarrolla, por prudencia: «No es para carta... Se lo diré cuando nos veamos, porque no son cosas para escribirlas». Afortunadamente, varios de sus colaboradores más directos, como Jerónimo de la Madre de Dios (Gracián), Julián de Ávila, Ana de Jesús (Lobera), Ana de san Bartolomé (García), María de san José (Salazar)..., siguiendo su ejemplo, pusieron por escrito sus relaciones con santa Teresa, los viajes y fundaciones que compartieron, así como las enseñanzas que de ella recibieron. Todos esos libros son un precioso complemento a los escritos de la Santa.
Yo, que soy mujer flaca y ruin
En el siglo XVI, el mundo de la enseñanza estaba reservado exclusivamente a los «letrados». San Ignacio de Loyola cuenta en su Autobiografía que, después de su conversión, le gustaba hablar de Dios a la gente. Mientras era estudiante en Alcalá, la Inquisición le hizo proceso y el vicario le encerró cuarenta y dos días en prisión «sin que le examinasen si supiese la causa [...] Finalmente vino a la cárcel y le examinó de muchas cosas, hasta preguntarle si hacía guardar el sábado. Le declaró inocente pero le ordenó que no hablase de cosas de la fe hasta que hubiese estudiado más, pues no sabía letras» (nn. 61 y 62). Era tal la obsesión que había con los cristianos nuevos, que hasta a un cristiano viejo de procedencia indudable le preguntan si hacía guardar el sábado, el día sagrado de los judíos. No le pueden culpar de nada, pero igualmente le prohíben que hable de cosas de la fe, hasta que haya completado sus estudios. De Alcalá se mudó a Salamanca, donde lo vuelven a encarcelar, esta vez encadenado, por los mismos motivos. Allí «fue llamado delante de cuatro jueces y le preguntaron muchas cosas sobre la Trinidad y la Eucaristía y cosas de cánones [...] y a los veintidós días que estaba preso le llamaron para oír la sentencia, la cual era que no se hallaba ningún error ni en su vida ni en su doctrina, y así podía enseñar la doctrina y hablar cosas de Dios, con tal que nunca definiese lo que es pecado mortal ni venial, sino después de cuatro años de estudios más» (nn. 68-70). Esta vez son más benévolos. Le permiten enseñar el catecismo (la doctrina) y hablar cosas de Dios, aunque le prohíben especificar qué materia puede ser considerada pecado mortal y cuál pecado venial, hasta después de cuatro años más de estudios. No bastaba que su doctrina fuera recta; se necesitaba el aval de los estudios. En París y Venecia se repetirán similares procesos. Y eso que él era varón, noble y estudiante de Teología.
Imaginémonos ahora las dificultades de una persona de orígenes familiares menos claros, con antepasados (padre, tíos y abuelo) condenados por judaizar, sin estudios universitarios, ¡y mujer!, que pretendía hablar y escribir sobre temas de oración para transmitir a otros los frutos de su experiencia. Las mujeres no tenían acceso a los estudios reglados, incluso estaba mal visto que supieran leer. La posibilidad de que alguna se atreviera a convertirse en maestra por medio de la palabra oral o escrita era algo absolutamente impensable. Todos repetían que la mujer era débil por naturaleza, inclinada al mal y fácilmente manipulable por el demonio, por lo que se debía sospechar de ella, que permanecía siempre bajo la tutela de algún varón (ella recoge con aparente sumisión estos tópicos en sus escritos). Para ello se citaban tres autoridades, principalmente. En primer lugar, el libro del Génesis, que dice que ella fue la engañada por el demonio en el momento del pecado original. En segundo lugar, san Pablo, que pide que se sometan a sus maridos y que callen en la Iglesia. Por último, santo Tomás que, siguiendo a Aristóteles, consideraba a la mujer un varón incompleto. Todo esto lo conocía Teresa y contra esta situación intentó rebelarse, aunque era plenamente consciente del peligro que corría.
Aunque hoy nos cueste creerlo, en aquella sociedad se vetaba hasta el acceso de la mujer a la oración (a la meditación, a la reflexión, a la vida interior; en definitiva, a pensar y decidir por sí misma). Teresa hubo de enfrentarse continuamente a los que afirmaban que «la oración mental no es para mujeres, que les vienen ilusiones; mejor será que hilen; no han menester esas delicadezas; les basta el Pater Noster y el Ave María...» (CE 35,2). Contra el parecer mayoritario, ella afirma que, en el campo de la oración, las mujeres llegan a ser mejores que los varones: «Hay muchas más que hombres a quien el Señor hace estas mercedes. Esto se lo oí al santo fray Pedro de Alcántara (y también lo he visto yo), que decía aprovechaban mucho más en este camino que los hombres, y daba de ello excelentes razones, que no hay para qué las decir aquí, todas a favor de las mujeres» (V 40,8). Y avisa a sus monjas para que huyan como del mismo demonio de aquéllos que pretendan convencerlas de lo contrario.
En realidad, la mujer era considerada casi como un objeto, siempre sometida a la tutela del padre o del esposo. Sus funciones se reducían a ordenar el trabajo doméstico, perpetuar la especie y satisfacer las necesidades sexuales de su marido, a cuyo arbitrio se encontraban sometidas. Por esos mismos años, un escribano real, Miguel Pérez de las Navas, pensaba que su esposa lo engañaba con otro. No pudo encontrar ninguna justificación de su sospecha, pero decidió igualmente acabar con ella para evitar la deshonra. Esperó a que su mujer se confesara el Jueves Santo, para asegurarse de que moría en gracia y la enviaba al cielo. Ese mismo día le dio garrote vil en su propia casa. Algo similar vemos en «El médico de su honra», de Calderón de la Barca. El protagonista, que sospecha injustamente de su mujer, obliga al médico a sangrarla hasta morir. Nadie pidió cuentas a estos esposos por haber dado muerte a sus mujeres. Al fin y al cabo, les pertenecían y ellos decidían qué hacer con sus posesiones.
La vida y los escritos de Teresa son una defensa a ultranza del derecho de la mujer a pensar por sí misma y a tomar decisiones. Ella acepta siempre la autoridad del Provincial, del General y del Visitador como mediadores en los conflictos y garantes de la fidelidad al Evangelio, pero no quiere que nadie se entrometa en la vida cotidiana de sus monjas. Son muchos los esfuerzos que hubo que realizar para que ellas pudieran autogestionarse, para que tuvieran libertad de elegir confesores y consejeros, y no estuvieran sometidas en todo a los varones; algo inconcebible en su época. Lo vemos de una manera especial en su correspondencia de los últimos años: «Esto es lo que temen mis monjas: que han de venir algunos prelados pesados que las abrumen y carguen mucho» (Cta. 145,1); «En que perpetuamente no sean vicarios de las monjas los confesores pongo mucho [...] Es también necesario que tampoco estén sujetas a los priores [...] No es menester tratar de nuestras Constituciones en capítulo de frailes ni que lo entiendan ellos» (Cta. 359,1ss); «En nuestras cosas no hay que dar parte a los frailes» (Cta. 360,4).
Teresa era consciente de la situación de inferioridad en que se encontraba y necesitó utilizar continuamente sus dotes persuasivas para que sus obras (y ella misma) no acabaran en la hoguera. En todos sus libros insiste en que escribe «por obediencia» a sus confesores o, al menos, «con su licencia». A pesar de todo, en ocasiones habla de su deseo de escribir, consciente de que tiene algo valioso que decir: «Al obispo envié a pedir el libro de la Vida, porque quizá se me antojará de acabarle con lo que después me ha dado el Señor, que podría escribir otro más grande» (Cta. 174,26). Tampoco es raro encontrar comentarios suyos como: «Da avisos importantes» o «Contiene muy buena doctrina» en los títulos de los capítulos. El último capítulo del Libro de la Vida, por ejemplo, se titula así: «Prosigue en la misma materia de decir las grandes mercedes que el Señor le ha hecho. De algunas se puede tomar harto buena doctrina, que éste ha sido, según ha dicho, su principal intento, después de obedecer». Claramente nos dice que su principal intento al ponerse a escribir es enseñar una doctrina que ella posee y que considera «harto buena». (Se pueden ver afirmaciones similares en 6M 5,6, CC 52 y MC 1,9, entre otros muchos textos). También son bien conocidos sus esfuerzos para publicar el «Camino de Perfección» ante la desconfianza que tenía sobre la fidelidad de las numerosas copias que se iban sacando de sus manuscritos.
Teresa necesitaba la aprobación de los letrados; aquellos varones que tenían autoridad para determinar la ortodoxia o heterodoxia de sus escritos. De su aprobación o su rechazo dependía que ella pudiera darlos a leer a otros o no, que pudiera influir en sus lectores, transmitiéndoles sus ideas o que sus intuiciones murieran con ella. De aquí brota su continuo andar de unos a otros, buscando siempre los más afines ideológicamente, pidiéndoles que lean y revisen sus obras, aceptando pulir sus expresiones o incluso reescribir tratados enteros cuando ellos se lo piden. Ante la necesidad de pasar la censura, siempre se somete a su parecer. Para ganar su benevolencia, a cada paso intenta justificar su actividad, presentándose como inofensiva, confesando que acepta los tópicos sobre la inferioridad de la mujer (aunque a renglón seguido afirme lo contrario), insistiendo en que «me lo han mandado... mucho me cuesta emplearme en escribir, cuando debería ocuparme en hilar... de esto deberían escribir otros más entendidos y no yo, que soy mujer flaca y ruin... como no tengo letras, podrá ser que me equivoque... escribo para mujeres que no entienden otros libros más complicados...». A pesar de todos sus esfuerzos, en los márgenes de sus escritos podemos encontrar anotaciones de los censores como ésta: «Parece que reprende a los inquisidores que quitan libros de oración». Y tacharon con tal furia un desahogo de su corazón, que no se ha podido leer hasta tiempos bien recientes, ayudados por los rayos x, y aún hoy algunas líneas no se pueden descifrar: «No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres. Antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres [...] No basta, Señor, que nos tiene el mundo acorraladas [...] que no hagamos cosa que valga nada por vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíais de oír petición tan justa. No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que –como son hijos de Adán y, en fin, todos varones– no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa [...] que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres» (CE 4,1). Este testimonio personal de que las mujeres estaban acorraladas y debían llorar en secreto lo que no podían decir en público nos estremece todavía hoy. Con todo, sus lúcidas precauciones fueron útiles y consiguieron preservar la mayoría de sus escritos hasta el presente.
Se añade a lo anterior la dificultad de escribir sobre temas interiores, «para los que no sirven las palabras ordinarias». Sus primeros escritos son un tremendo esfuerzo para hacer luz en sus experiencias místicas. «Yo estuve muchos años que leía muchas cosas y no entendía nada de ellas; y mucho tiempo que, aunque me lo daba Dios, no sabía decir ni una palabra para darlo a entender, que no me ha costado esto poco trabajo» (V 12,6). Comienza subrayando en libros de otros autores lo que se parece más a lo que ella está viviendo. De ahí pasa a escribir breves Relaciones que entrega a sus confesores y a personas letradas en busca de consejo. Más tarde, con el discurrir de los acontecimientos, se enfrenta a obras más complejas, con clara intención docente. De todas formas, tanto sus escritos históricos y autobiográficos (Cuentas de Conciencia, Libro de la Vida y Fundaciones), como sus tratados espirituales (Camino de Perfección, Las Moradas, Meditaciones sobre los Cantares) intentan ser un acompañamiento para orantes, una guía en la conquista del propio mundo interior o sobrenatural, en lo que Teresa de Jesús llegó a ser una gran doctora, plenamente consciente de que en ese campo tenía una palabra que decir, avalada por su propia experiencia: «Estas cosas interiores del espíritu, que pasan con tanta rapidez son tan dificultosas de decir [...] Hablo de cosas sobrenaturales, que son las que con mi esfuerzo ni diligencia se pueden adquirir, aunque mucho se procure. Lo único que puedo hacer (y hace mucho al caso) es prepararme y disponerme para ello» (CC 54,1-3).
Con gran esfuerzo superó las dificultades: una mujer sin acceso a la cultura consiguió vencer las dificultades del lenguaje y de los prejuicios de su época para transmitirnos sus experiencias de Dios y para iluminarnos en nuestro propio camino espiritual. Demos gracias a Dios por su magisterio y aprovechémonos de él.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.